Temas de Empresa & Familia

Traspaso generacional: dos historias contrapuestas

 

No es lo mismo un traspaso generacional planificado, en el que dos o más generaciones conviven durante un tiempo más o menos prolongado, que el traspaso generacional abrupto, originado en una contingencia. Veamos las consecuencias. 

Juan Alberto fundó una empresa mayorista de artículos de limpieza. Después de muchos años de trabajo, Ariel, su hijo del medio, se incorporó a la empresa, mientras la mayor, Florencia, trabajaba en una corporación internacional, y Francisco, el menor, hacía sus últimos años de Facultad.

Cinco años después, Francisco ingresó a la empresa, y Florencia, aunque no muy convencida, empezó a hacerse cargo de Recursos Humanos de manera part-time.

Las relaciones funcionaron bien, y eso permitió que Juan Alberto decidiera dejar de asistir a la empresa día a día: sentía que estaba bien cuidada, en manos de sus hijos.

Dado que la empresa es la principal fuente de ingresos de todo el grupo familiar, Juan Alberto y sus hijos aprovecharon el proceso de elaboración del Protocolo Familiar para establecer con la mayor claridad posible cuáles serían las funciones, objetivos y responsabilidades de cada uno de ellos a lo largo del tiempo, y se sumergieron en una práctica indispensable: la conformación de un Comité de Dirección, que es la clave para que la empresa pueda seguir su curso sin que todos tengan que estar en el día a día.

Así, diferenciaron con claridad las funciones de Director y de Gerente, y Juan Alberto profundizó en los mecanismos de control, no porque desconfiara de sus hijos, sino fundamentalmente para tener alertas tempranas frente a cualquier desvío en el plan de negocios: poder reaccionar a tiempo es, muchas veces, la clave para que una empresa sobreviva.

Qué diferente, la historia de Juan Carlos y sus hijos, a la historia de la familia de Roberto.

 

 

Sus tres hijos estaban trabajando cada uno en una actividad diferente, en parte porque la empresa era el reino de Roberto: no había espacio para que se integrara nadie de la familia, de la misma manera que Elisa, su esposa, siempre había estado apartada de los negocios.

Roberto tuvo un accidente de tránsito y murió repentinamente.

Elisa y sus hijos quisieron hacerse cargo de la empresa inmediatamente. Pero no tenían un mínimo de información o de formación respecto de cómo hacer las cosas.

No encontraron colaboración en el personal más antiguo (y la pregunta era si no querían colaborar, o no sabían cómo hacerlo).

La empresa siempre había sido manejada férreamente por Roberto, que utilizaba criterios propios (y, en general, acertados) para el manejo de las relaciones comerciales y laborales, pero ese don estaba sólo en su persona, y de ninguna manera fue transmitido a su familia, o mínimamente a una persona de confianza dentro de la empresa.

Fue así como las ventas comenzaron a disminuir; los proveedores se pusieron cada vez más exigentes con los pagos (frente a la inseguridad que les causaba la falta de Roberto) y el personal empezó a trabajar a desgano.

Este cuadro generó mucha angustia en la familia de Roberto: en pleno duelo, bastante difícil era enfrentar el nuevo desafío de sostener la empresa, y de empezar a probar la interacción entre ellos, como para tener que ocuparse, también, de condiciones que eran cada vez más desfavorables.

 

 

Por supuesto, estas situaciones derivaron en peleas cada vez más violentas entre los hermanos, lo que desencadenó la salida de uno de ellos, que inmediatamente inició el juicio sucesorio con la intención de quedarse con bienes muy valiosos, para compensar todo el espacio perdido en la empresa.

A la pelea personal le siguió la pelea legal: Elisa y sus hijos no pudieron ponerse de acuerdo en la mediación, y eso derivó en la designación de un interventor en la empresa. Para lograr que el Juez lo nombrara, Matías, el hijo menor, tuvo que falsear algunos datos de la realidad. Probablemente, cuando lo hizo, no fue plenamente consciente del daño irreversible que esa actitud generó en las relaciones fraternas.

Cinco años después, la empresa se había achicado a menos de la mitad. Casi no permitía obtener lo básico para que Elisa pudiera vivir, y sólo una hija se había quedado a cargo, ya que la otra, cansada de tanta discordia, había decidido armar un negocio paralelo.

Dos familias similares: padres y tres hijos.

Dos destinos totalmente diferentes.

Uno de ellos, el de Juan Alberto y sus hijos, marca un futuro deseable.

El destino de Roberto y su familia no sólo quedó marcado por el accidente, sino por el no haber previsto las contingencias, y no haber preparado a la familia para continuar.

 

 

 

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Las pymes, los jóvenes profesionales y la resistencia al cambio

 

¿Cuántas veces hemos escuchado hablar de la resistencia al cambio del empresario de la pequeña y mediana empresa? ¿Cuántas veces se la ha planteado como el GRAN escollo a superar para poder profesionalizarla? ¿Cuántos procesos de cambio han fracasado como consecuencia del famoso “acá siempre lo hicimos así, y nos fue bien”?.

En mi rol docente, como formador de profesionales, la figura de la resistencia al cambio como esa gran reina mala de las películas de Disney que impide casi siempre generar transformaciones en las pymes es uno de los temas más recurrentes que suelo escuchar en boca de mis alumnos constituyéndose ya casi en una profecía auto cumplida.

Sería necio de mi parte, y muy poco realista negar la existencia de esa actitud por parte de muchos empresarios pero, me queda siempre la sensación de que aceptarla y utilizarla como excusa es el camino más fácil para seguir apoltronados en nuestra zona de confort profesional.

 Ante la expresión de que “en las pyme esta técnica o metodología de gestión no puede aplicarse por la resistencia al cambio del empresario” suelo preguntarles a mis alumnos cómo se manifiesta esa actitud y qué justificación se da para validarla.

Por supuesto que lo primero que me dicen es que el empresario pyme es una persona cerrada, que quiere siempre tener el control de todo y de todos, que cuando algo le ha funcionado en el pasado intenta una y otra vez repetirlo con la intención de obtener el mismo resultado, que no está abierto a nuevas ideas o modos de plantear los temas prefiriendo siempre caminar por los senderos conocidos, etc, etc, etc.  Y me miran como esperando mi aceptación respecto de lo imposible que es cambiarlo.

 

 

Pero no es esa la respuesta que suelo darles; siento que hacerlo sería – como decía mi abuela – “mal de muchos consuelo de tontos”. Ante su mirada mi respuesta es siempre la misma: “Y por casa, cómo andamos?. ¿De la resistencia al cambio, de tu resistencia al cambio, como profesional no vamos a hablar?”.

Ante mi comentario, suelen quedarse mirándome como diciendo ¿“de qué estás hablando, Juan Carlos?”

Es simple, les aclaro. Uds. se quejan de que el empresario es “cerrado”, que quiere tener el control, que se aferra a lo que vivió y a lo que en algún momento le dio buenos resultados, verdad? Y que no están predispuestos a salir del sendero que le marcó la experiencia. Pues bien, yo lo que veo, en la gran mayoría de los jóvenes profesionales habitualmente es que utilizan exactamente el mismo modelo pero les cuesta muchísimo verse en el espejo. Por ejemplo:

  • Suelen vivir el hecho de tener un título profesional como algo que los separa del empresario, que parecería los ubica en un escalón superior (siempre digo en clase que siento que cuando se entregan los diplomas a los graduados muchos se creen James Bond y que están recibiendo su “licencia para matar”). Y esa creencia los hace sentir que son los dueños de la verdad a la hora de definir cómo debe trabajar la empresa y por supuesto, quieren tener el control (como el empresario) del proceso y muchas veces sin tener que rendir cuentas del por qué hacer las cosas de un modo y no de otro.
  • Dicen: “El empresario se aferra a lo que vivió y a lo que en algún momento le dio buenos resultados”. En qué se diferencia esa actitud a la del joven profesional que se aferra a lo que estudió en las clases y en los textos y que “le dio buenos resultados” (aprobó las materias)?. Las teorías y los autores muchas veces son utilizadas por los jóvenes como verdades casi irrefutables y de aplicación universal. Es más, he notado que usualmente, las exhiben casi como escudos detrás de los cuales protegerse (después de todo, quién va a negar que Peter Drucker, Michael Porter, Ken Blanchard, Gary Hamel, Michael Hammer entre tantísimos otros, saben de qué hablan cuando escriben sus libros?) Es común escucharlos justificar un cambio diciendo “fulano de tal en su libro planteaba tal o cual cosa”. ¿Qué hace a esa explicación tan diferente a “hace unos años me pasó algo parecido y lo solucionamos de esta manera”?

 

 

  • Agregan: “No está abierto a nuevas ideas o modos de plantear los temas prefiriendo siempre caminar por los senderos conocidos”. Para los jóvenes profesionales, los senderos conocidos son los que transitó en su formación universitaria pero, me pregunto, los ambientes organizacionales que estudiamos son “realidades pyme” o son contextos organizacionales mucho más propios de las grandes empresas? Son muy contados los casos de textos que reconocen y plantean la existencia del ciclo de vida de una empresa y sus distintas etapas. Entender eso implica también entender que hay modelos de gestión y metodologías que funcionan muy bien en ciertos momentos pero no son tan efectivas en otros. Los textos, al menos en su inmensa mayoría, se refieren a empresas maduras y las pymes no siempre están en ese estadio.
    Por lo tanto, lo primero que intentan hacer los jóvenes profesionales es tratar de llevar a la empresa hacia esa “escenografía organizacional” porque creen que es la mejor (y además porque es en la que se sienten más cómodos). Es decir, buscan llevar la realidad a la teoría sin evaluar que en la mayoría de los casos hay mucho trabajo previo que realizar y que un cambio no es “plug & play” como una pc.

No comprender estos puntos mencionados –y son sólo algunos de los más importantes – es lo que normalmente hace que, por un lado, los profesionales sientan que trabajar en pymes no es desafiante o que les impide poder desarrollar en plenitud todo su conocimiento y preparación. Y por el otro, que los empresarios descrean de las capacidades de los profesionales para poder generar valor en sus empresas porque están mucho más preparados para trabajar en empresas grandes.

 

 

Es claro que la situación es solucionable y para ello siempre comienzo con el objetivo que mis alumnos reconozcan su apego a un modelo que no siempre se corresponde con la realidad (lo que genera su propia resistencia al cambio). La realidad no es como nosotros queremos que sea  sino que es la materia prima con la cual debemos trabajar. El que mejor sepa manejarse con ella, el que mejor se prepare para poder comprenderla y reconocer que siempre hay una manera de poder moldearla, más posibilidades tiene de ser exitoso.

Desde mi experiencia de más de 30 años formando profesionales y trabajando con empresarios pymes, hay un camino que es el que más y mejor me ha resultado: no creerme más que nadie por el sólo hecho de tener un título universitario, no creer que tengo TODAS las soluciones y trabajar con una actitud de humildad. Sólo siendo humilde es posible escuchar y comprender las necesidades del otro y colaborar para satisfacerlas.

Si nos manejamos con esos valores humanos y los sustentamos con acciones y resultados concretos llegaremos a encontrar la verdadera llave que destruye la resistencia al cambio: la confianza.

 

 

 

 

 

 

 

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La telecultura llegó para quedarse

 

Como ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, una circunstancia externa generalizada (como, en este caso,  la pandemia de COVID 19) lleva a un cambio cultural permanente.

Llegó la amenaza de un nuevo virus, y los científicos dijeron que la única manera de protegernos era mediante el aislamiento social. En esta oportunidad, a diferencia de lo que podría haber pasado en otros momentos de la historia, esa restricción a la libertad, el aislamiento social, pudo ser paliado a través de innumerables  actividades a distancia: programas educativos,  teletrabajo, las compras a través de Internet, los sistemas de entrega a domicilio, y hasta notas de humor que nos llegan diariamente a través de nuestro teléfono celular.

Para entender la dimensión de esta respuesta social a la pandemia, pensemos el mismo aislamiento social obligatorio en el año 1980, antes del desarrollo de todas las herramientas de comunicación a distancia que ahora están generalizadas: sólo habrían quedado la radio, la televisión el teléfono y la lectura.

Podemos concluir que uno de las grandes innovaciones del siglo XXI es la telecultura, es decir, una cultura basada en las relaciones a distancia.

 

 

La telecultura ya está en nosotros, y su lógico devenir es que se vaya afianzando: la salida de la cuarentena implicará dar mayor o menor cabida, en cada una de nuestras prácticas, a los cambios que necesariamente se vienen produciendo a lo largo de este tiempo:

  • ¿volverán las personas al cine, o se quedarán viendo películas en sus casas?
  • ¿convalidará el mercado que en los Bancos haya que hacer largas colas, en lugar de que se establezcan turnos de atención?
  • ¿se desarrollarán más cursos y carreras a distancia, o se volverá al predominio de los presenciales?
  • ¿las personas volverán a viajar en transporte público en las condiciones en que lo hacían antes de la pandemia?

 La cuarentena obligatoría hizo que muchas personas que asistían día a día a sus oficinas o negocios, tuvieran que encarar el trabajo a distancia. Y el gran descubrimiento, es que, en muchos casos, esto ha aumentado  la productividad y el bienestar de la sociedad, al punto de que, según una encuesta realizada por DCanje.com, 83% de los empleados están dispuestos a trabajar a distancia permanentemente.

 

 

A través de la telecultura es factible tener más libertad mientras se trabaja, mientras se realizan compras, mientras se aprende, y esto implica estar menos cansado al final del día y, consecuentemente, tener más tiempo y energía para otras actividades.

Desde el punto de vista del consumidor, recibir a domicilio los productos elegidos implica, en muchos casos, evitar largas filas en los negocios, ahorrarse de recorrer largas distancias para ir a un centro de compras, y tener la posibilidad de comparar precios rápidamente, a través de las páginas especializadas de Internet.

Para muchos empresarios, la telecultura implica menores costos de uso de inmuebles, y en algunos casos menor necesidad de personal.

Cuando, en el futuro, se haga una evaluación del cambio cultural de estos tiempos, seguramente se concluirá que a una estructura ya preparada (herramientas tecnológicas) se sumó una necesidad (la cuarentena) y esa combinación generó una modificación en las prácticas y hábitos de las personas.

En muchos sentidos, este cambio cultural refleja los valores de las generaciones millenial (los nacidos entre 1980 y 1995) y centennial (los nacidos a partir de 1996, que son nativos digitales). Ambas generaciones tienen una inclinación innata al uso de las tecnologías.

La telecultura llegó para quedarse. Cuanto más rápido seamos conscientes de este cambio cultural, más rápidamente podremos adaptarnos a las nuevas expectativas y  necesidades de la sociedad.

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