Sebastián era el cuarto primo que me tocaba entrevistar, en el marco del diagnóstico empresario familiar, esa batería de reuniones que realizamos con el objetivo de conocer a la familia empresaria como paso previo para encarar el desarrollo de un Protocolo Familiar.
Algo de lo que dijo Sebastián me llamó la atención, «porque nosotros, los integrantes de la Segunda Generación…». Eso me llevó a repreguntarle quiénes fundaron la empresa.
– Mi papá, con mis tíos – respondió Sebastián sin pensarlo mucho.
– ¿Pero qué edad tenían ellos por entonces? – seguí indagando.
– Sé que papá era el único mayor de edad…- respondió Sebastián.
Detrás de este diálogo subyacía uno de los principales desencuentros de la familia empresaria. De hecho, Sebastián y sus hermanos se consideraban integrantes de la Segunda Generación, en tanto que sus primos (hijos de quienes supuestamente habían comenzado la empresa con el papá de Sebastián) se consideraban miembros de la Tercera Generación.
¿Qué había originado semejante diferencia de criterios?
En el año 1975 hubo una profunda crisis en la Argentina (una de tantas), con hiperinflación y recesión en la Argentina. Nada nuevo para oídos actuales, ¿verdad?, pero la magnitud de ese proceso, y la falta de antecedentes, arrasó con muchas empresas.
El abuelo de Sebastián fue una de las víctimas: había vendido mucho a crédito, y lo que tenía para cobrar, que era todo su capital, se había convertido en migajas de la noche a la mañana, por lo que se descapitalizó dramáticamente.
Sin saber qué hacer frente a la situación, Roberto decidió dejar a su familia en la Provincia de Santa Fe, donde vivían, y emplearse en Capital Federal, desde donde mandaba algún dinero, cuando podía, en especial para ayudar a los más chicos.
Afortunadamente había podido devolver el local al propietario, y, como se había negado a poner la casa en garantía de las deudas, pudo salvarla porque estaba inscripta como bien de familia.
Daniel, el mayor de los hijos de Roberto, era el encargado de atender a los corredores (a esta altura, convertidos en cobradores).
Simpático, pícaro, emprendedor, Daniel convenció primero a un corredor, y luego a otros, de que la única manera que tenía su familia de pagar las deudas era que volvieran a confiar en ellos. O sea, que les entregaran mercadería nuevamente. «Ya perdiste cien. Ahora, con arriesgar veinte más, en una de esas recuperás todo, hermano. Te aseguro que yo tengo tantas ganas de que puedas cobrar como vos»; palabras más, palabras menos, estos eran los argumentos de Daniel para conseguir que le dejaran mercadería en consignación.
Los siguientes años fueron muy duros: Daniel se dedicaba a vender ropa a domicilio, en tanto que el stock quedaba exhibido en el living de su casa, que, a medida que las cosas fueron mejorando, se convirtió en local de negocio, con vidriera a la calle.
Los hermanos, Silvia y Agustín, que al comenzar esta crisis tenían 20 y 18 años, colaboraron desde un comienzo. En 1980, la familia había vuelto a tener un negocio consolidado, con crédito por parte de sus proveedores, y con mucha vocación de progreso. Roberto dejó su trabajo en Buenos Aires, y volvió al negocio, en el que trabajó el resto de su vida.
Siempre se mantuvieron unidos, y crecieron económicamente, al punto de que hoy son los dueños de un mini-shopping y una distribuidora de productos importados.
Sin embargo, la relación entre los hermanos no creció al mismo ritmo que los negocios: Daniel era muy exigente con sus hermanos, siempre estaba de mal humor, y con una mirada negativa respecto del futuro.
Silvia, por su parte, no tenía interés en seguir involucrada de la misma manera: consideraba que ya había hecho un aporte muy importante, y en especial, luego de la muerte de su padre, creía que había llegado el momento de disfrutar de lo conseguido a lo largo de la vida.
Agustín había terminado la carrera de Contador, y combinaba el ejercicio de su profesión con la atención de los negocios familiares, pero sin el nivel de concentración y ejecutividad que caracterizaban a Daniel.
Las palabras de Sebastián, cuando se refirió a que él, sus hermanos y sus primos eran la Segunda Generación, me dieron un indicio de la discusión de fondo en la familia.
Si Daniel se sentía Fundador, había en su historia, como deducción lógica, un “error” que no se podía perdonar: por qué había invitado a sus hermanos, con una vocación y un compromiso tan diferentes a los de él, a asociarse en la empresa en igualdad de condiciones.
El tema fue enunciado en la devolución del diagnóstico, y luego retomado en reuniones posteriores, en las que se discutió abiertamente cuál había sido el rol de cada uno en la empresa de familia.
En esas discusiones, se notó con claridad que los hermanos menores tenían la capacidad de reconocer el rol de sus padres: el padre había sido el Fundador, luego había tenido problemas económicos, pero, si Daniel había podido negociar con los proveedores, era por el buen nombre que había sabido cultivar Roberto en sus mejores momentos. Además, el desarrollo de los nuevos negocios había tenido como origen el living de la casa familiar, por lo que también resultaba destacable la actitud colaborativa de mamá.
Por último, la participación de ellos, tan jóvenes, no había tenido lugar como ejercicio de su propia libertad y elección. Es decir, ellos no sentían que se habían asociado con su hermano mayor, sino que se habían integrado para colaborar en la empresa familiar, tan vapuleada por entonces.
A Daniel le costó entender este punto de vista, pero, finalmente, se dio cuenta de que su desarrollo había sido consecuencia de esa semilla plantada por su padre, y luego, les debía a su madre, y a sus hermanos, el aporte que cada cual había realizado, sin contarlos como un “toma y daca”, sino como un aporte natural a la subsistencia familiar.
Podría decir que este proceso lo llevó a Daniel a sentirse menos héroe, y a la vez, más humano. Ël fue quien puso toda su energía y su compromiso, en definitiva, para la la tranquilidad económica familiar, y pudo superar lo que había logrado su padre. Pero la clave consistía, tantos años después, en no negar ese aporte inicial, ya que, al reconocerlo, permitía que cada cual ocupara su lugar en la historia, y brindar a los jóvenes, en definitiva, un ejemplo de unidad familiar, y de colaboración entre generaciones.
El éxito del proceso de traspaso generacional es uno de los requisitos fundamentales para la continuidad en el tiempo de la empresa familiar.
En este caso, la riqueza familiar creció cuantitativa y cualitativamente, pero, en pos de la unidad y el bienestar de todos, es necesario entender con claridad el valor de lo iniciado por la generación mayor.